Para aquellos que no estén familiarizados con el término, una “quinceañera” es una fiesta de cumpleaños para una niña que cumple quince años -una especie de fiesta de debutante para los vecinos del norte- que se celebra en casi todos los países de latino América. En México, esta fiesta puede ser desde lo estrictamente tradicional a lo totalmente moderno, dependiendo de la familia involucrada así como el estatus económico, credo y otras influencias.
En nuestros cinco años aquí, hemos sido invitados a dos quinceañeras. La primera fue para la hija de nuestra ama de llaves aquí en Sayulita, y fue un evento tradicional al estilo de los pueblos pequeños: comenzó en la iglesia de la plaza con una misa de día de gracias como dios manda; la niña, Irma, vestía un vestido formal, y fue acompañada por la familia y su “corte de honor”, catorce de sus compañeros -las niñas llamadas “Damas”, los chicos “Chambelanes”. Todos los chicos y chicas iban vestidos formalmente, las chicas portaban un elaborado vestido al estilo de las llamadas “proms” estadounidenses, los chicos vestían trajes blancos y fajas rosas y sombreros con una banda. Estos muchachos, vestidos elegantemente, se veían orgullosos, emocionados, guapos y era un espectáculo verlos. Era obvio que significaba mucho para ellos el ser parte de esto.
Después de las ceremonias en la Iglesia, desfilamos unas cuantas cuadras hacia el gran salón rosado, que sirve como el sitio de las celebraciones importantes en Sayulita. Aquí una serie de eventos ceremoniales se llevaron a cabo involucrando a la familia y amigos: Irma bailó varios valses, con su padre, con sus amigos, con aquellos chicos gallardamente vestidos de la corte de honor; con su familia. Se le presentó una tiara, ya que antes que nada es una princesa; y entonces, algo raro para mis ojos, su padre le presentó solemnemente un par de zapatillas de tacón alto, sobre una almohada de terciopelo. El detalle del zapato trajo a mi mente la historia de Cenicienta, pero en este caso, los tacones representan la transición de niña a mujer.
Esta elaborada y bien planeada serie de eventos tomó un poco más de una hora, tal vez dos. Después, todos comimos copiosamente de platos gigantes de buena comida mexicana y bebimos mucha cerveza.
Luego vino una banda a tocar. Una banda, con trompetas, guitarras, teclados, batería y cantantes. Tenían una erizada variedad de micrófonos y un muro de amplificadores, y cuando comenzaron a tocar, la música era tan dolorosamente estridente que todos en mi mesa -el contingente gringo- tuvimos que salir inmediatamente, rápidamente, para que nuestros tímpanos no explotaran. El ruido fue impactante, e incluso hoy no puedo imaginar cómo varios cientos de personas, abuelas y bebés incluídos, pudieron sentarse en ese salón, tan espacioso como era, y escuchar ese estruendo infernal hasta las tres de la mañana. Pero eso fue lo que hicieron, y hacen, en muchos eventos sociales grandes por estos lares. Estoy feliz por que no vivo en esa calle.
La otra quinceañera fue celebrada para una de las amigas de mi hija. Estos niños más privilegiados van a una escuela privada en Puerto Vallarta, y muchos de ellos son de familias acaudaladas, la mayoría bilingües y bi-culturales, y no particularmente tradicionales en sus costumbres o valores. Pero la madre de la amiga de mi hija era suficientemente tradicionalista -o su madre lo es- para querer esta quinceañera. Y así -manejamos hasta el hotel Westin en la Marina Vallarta, donde pasamos la tarde en un patio junto al mar, con algunos cien mexicanos acomodados y unos pocos gringos como nosotros, comiendo comida estadounidense, bebiendo vino estadounidense y platicando de la economía internacional, el surf y nuestros maravillosos hijos. Los padres dieron un discurso sobre su espléndida hija, que es en verdad una niña maravillosa, y agradecieron a todos por venir. Entonces el padre, mi amigo Saeed, bailó con su adorable y dulce hija de quince años, para honrar su llegada a la edad. Después de eso, mientras la noche rockeaba, todos bailamos al son del DJ girando melodías. En un punto vimos una ráfaga de fuegos artificiales, incluyendo una torre con letras flameantes que deletreaban Feliz XV Leila, pero además de eso, no se sentía como un evento ceremonial, sino como una buena fiesta al lado de la playa. No se presentó ninguna zapatilla, y no hubo ningún joven guapo en traje blanco en la escena.
Esto fue un grito lejano del evento local, tradicional en la iglesia de Sayulita, pero de todos modos, sirvió su propósito como una fiesta de llegada a la edad, afirmando la aparición de Leila como una joven mujer. En ambos casos, como estadounidenses expatriados, fuimos honrados al haber sido invitados a estas dos fiestas tan diferentes entre sí, cada una celebrando un día significativo en la vida de una adolescente mexicana.